lunes, 22 de octubre de 2012

No somos ni buenos ni malos: somos las dos cosas


Si bien todos estamos de acuerdo en que el optimismo es necesario, el exceso de optimismo acarrea también consecuencias negativas (como ya os expliqué en La paradoja de Stockdale: cuando el exceso de optimismo puede matarnos): la falta de realismo provoca que nos quejemos de cosas inevitables, por ejemplo.
En ese sentido, hay determinadas personas que dirigen sus quejas hacia la naturaleza humana a fin de explicar los males del mundo: que somos muy avariciosos, que somos muy corruptos, que hay mucha desigualdad social, que se han perdido los valores, etc.
Otras personas, sin embargo, vierten estas quejas exclusivamente al sistema, al contexto, al entorno. Sobre todo determinado espectro de la izquierda política es el que acostumbra a denunciar el sistema que vivimos como causa de todos los males del mundo; y, en consecuencia, sostiene que cambiando el sistema, se puede eliminar la avaricia, la corrupción, la desigualdad social y demás. Tal y como creían los protagonista de la película El bosque, por ejemplo.
Sin embargo, para evitar que la gente deje de comportarse mal no basta con cambiar la política, tal y como denuncia el filósofo Julian Baggini en su reciente libro La queja:
Así como la gente fue optimista en los inicios de casi todas las revoluciones de izquierdas, los individuos trabajarán con gusto para el bien común, sin pensar en el propio interés, ya que se darán cuenta de que el bien común también incluye su propio bien personal. En una sociedad así la mentira y la codicia no tendrían sentido. Esta predicción ha resultado ser desalentadoramente errónea.
Las utopías sociales tienen un gran atractivo para quienes, entre los que me encuentro, queremos aspirar a un mundo mejor. Pero esas utopías suelen despreciar la naturaleza humana de la ecuación. La codicia, la competitividad y el egoísmo son consubstanciales a nuestra naturaleza y, si bien un marco social o político pueden reducirlas, no hay evidencias de que puedan eliminarlas. Además, resulta mucho más efectivo proponer incentivos para quienes hagan cosas buenas para la comunidad (es decir, incentivando el egoísmo o la reputación), que esperar que la gente haga cosas por la comunidad de forma espontánea.
(No me detendré en el asunto de describir qué es un comportamiento egoísta y qué es un comportamiento altruista o colaborativo, porque al ignorar las intenciones últimas de tal comportamiento no podemos aseverar con seguridad cuál es cuál: daría para otro artículo).

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